9 nov 2010








Quien tiene un proyecto de vida, tiene una dirección.
Tomar una dirección implica excluir el resto de las direcciones.
Ante este compromiso de elección, podemos huir, lo que nos conduce a un estado de indecisión. Llegamos a un “conflicto existencial” que, de no ser resuelto, puede convertirse en crónico.
Sin proyecto, no hay rumbo.
Lo cierto es que me he quedado sin proyectos. Esto es lo que me tiene de aquí para allá, sin saber bien por qué debería levantarme feliz todos los días.
Parece ser que armar un proyecto de vida no es cosa del otro mundo (sólo se necesita estar vivo). Cumpliendo con el único requisito, emprendo la búsqueda.
El proyecto que diseñemos depende de quiénes somos hoy. Es decir, es importante tener en claro desde dónde partimos y con qué herramientas contamos. En resumen: quiénes somos.
Una vez que uno tiene en claro quién es, debe continuar con el interrogante de qué quiere para uno mismo.
Luego de listar resumidamente qué queremos en cada uno de los campos de nuestra vida (laboral, emocional, social, valores) deberemos explicar cómo haremos para que cada uno de ellos se cumpla en el tiempo.
Un proyecto de vida no genera por sí mismo la garantía de que se cumpla, pero sí nos dará al menos la garantía de saber hacia dónde vamos y por qué.


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